ENTRE CANTILES

 

Contrabandistas, viejos molinos y un castro vetón en el corazón de Las Arribes zamoranas

 

© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
 

Villardiegua de la Ribera –“la villa de la yegua”-lleva su pasado grabado en el nombre: la mula de piedra –o yegua o verraco- que pasta eternamente a los pies de la iglesia forma parte de sus genes tanto como el reguero de retales romanos esparcidos en el pueblo por doquier. Estelas pertenecientes a monumentos funerarios de hace 2.000 años, inscripciones, enigmáticas cabecitas talladas en piedras de granito se localizan empotradas en las fachadas de algunas casas como si tal cosa, como si el paso de los siglos hubiera conseguido un injerto tan perfecto en las paredes como el que se adivina en la sangre de los habitantes de los confines sayagueses del oeste zamorano. Seguro que si se miraran con lupa, por sus venas se verían correr trozos compactos de un pasado vetón tan real como la mula –o yegua o verraco- que pasta, maciza y mansa, a los pies de la iglesia.

 

Y es que en pocos lugares como en estos territorios arribeños, en los que los precipicios del Duero son tan profundos como la sensación de soledad que alientan, la presencia celtibérica y la colonización romana se palpan con tanta intensidad. En pocos lugares –por no decir en ninguno- de la península se da tal concentración de asentamientos celtas a uno y otro lado de la raya tajante que marca el Duero en su discurrir hacia el Atlántico. Entre los siglos III y I a.C, durante la II Edad del Hierro, las mismas tribus vetonas que colonizaron gran parte de las actuales provincias de Salamanca y Ávila encontraron apetecible –y parece que mucho- un territorio plagado de barrancos y precipicios al tiempo que propicio para el pastoreo y la agricultura. La querencia vetona por los altos despejados y con buenas vistas, por cerros a los que siempre pasa rozando un río encajonado que hace las veces de foso natural y seguro de vida, tuvo en estas tierras un largo repertorio de rincones en los que despacharse a gusto. Si los pueblos celtas otorgaban a los relieves naturales categoría de divinidad, cuando descubrieron los precipicios de más 50 metros que caen a pico sobre el lecho del Duero debieron de quedar conmocionados.

 

Como al resto de las tribus celtibéricas de la península, la llegada de las legiones romanas en torno al I a.C. les cambió la vida. Comenzó un largo proceso de asimilación –por las buenas o las malas- que aquí se escribió con un nombre propio, el de Viriato. Entre la historia y la leyenda, hay quien afirma el origen sayagués de un Viriato que otros localizan entre las tribus lusitanas que se extendían por el centro y norte de Portugal. Lo que sí es más cierto es que abanderó una rebelión contumaz contra el Imperio todopoderoso entre el 147 a.C. y el 140 a.C. corriendo de emboscada en emboscada, ofreciendo una resistencia mucho más pertinaz y astuta que la de Astérix, Obélix y toda su aldea junta. Y si no es por la traición de dos ayudantes, que se vendieron al oro de Roma, todavía andaría dando tumbos como sus amigos los galos.

 

Lo cierto es que el final de la resistencia a la conquista romana dio paso a nuevas formas de vida, una nueva economía, nuevas creencias y organización social. También al abandono de los antiguos asentamientos por otros donde a los nuevos colonizadores les resultaba más fácil el control de los colonizados. Los vetones continuaron en Sayago sus usos ganaderos y agricultores y emprendieron, por el interés de Roma, otros de carácter minero. Todo aquel batiburrillo de creencias y formas de vida es lo que asoma por las paredes de las casas y la piel de los vecinos de Villardiegua de la Ribera. Una de las formas de comprobarlo es visitar el Museo Etnográfico en el que han recogido los ecos de un pasado cada vez más lejano. La otra es seguir el recorrido que marcan las flechas amarillas por el interior del pueblo.

 

Hecho lo uno y lo otro, lo siguiente es llegar a pie hasta el castro de San Mamede, el yacimiento del que procede la mula plantada junto a la iglesia, las piedras más viejas del pueblo y sus orígenes más remotos. Y aunque para hacerlo a pie hay varias formas, escogemos esta vez seguir los hitos blanquirrojos del GR.14, el Sendero de Gran Recorrido que va tras los pasos del Duero desde la cuna hasta el océano.

 

Para ello seguimos una de las calles que salen frente al ayuntamiento hasta la báscula de pesaje, donde se localiza un cartel informativo del sendero. Del otro lado de esa plaza, una de las calles se convierte en el camino que conduce hacia el cauce del arroyo del Pontón, que se mostrará seco o abundante según la época del año. En cualquier caso, resulta fácil de seguir en su camino hacia el Duero, que es donde él y el caminante van. Cuatro kilómetros y medio después de abandonar el pueblo, y tras haberse cruzado antes con otro camino, el arroyo conecta con una pista agrícola que también llega de Villardiegua. Basta tomarla unos pocos metros hacia la derecha –en dirección a Villardiegua- para acometer en seguida el siguiente tramo de la excursión: el que lleva de molino en molino por la vega del arroyo del Pontón en su último y arriscado tramo. Como es evidente por dónde baja el arroyo, basta salirse de la pista en cuanto se aviste el primero de ellos. En el pasado, esta bajada a los abismos salpicada de sorpresas era una de las dos vías que se usaban para cruzar el Duero hacia Portugal. La otra, era el temido Paso de las Estacas, muy frecuentado por los contrabandistas en la posguerra.

 

Tras el disfrute de los molinos es preciso regresar de nuevo a la pista y girar hacia la derecha para arribar al inminente castro de San Mamede. En ese lugar, presidido por el enorme bolo granítico de Peña Redonda en perpetuo equilibrio, se desarrolló la vida en época celtíbera y romana. A la entrada se ve la planta reconstruida de la ermita que huboen el lugar y, justo enfrente, todavía permanecen los toscos muros de la casa del ermitaño que en su día albergara a los curas encargados del templo.

 

Un emocionante final de excursión –sólo para los más expertos y si se dispone de tiempo- consiste en bajar hasta las mismas orillas del Duero siguiendo los hitos montañeros que jalonan el Paso de las Estacas, mítico vado de estraperlos que aparece ya mencionado en la enciclopedia de Madoz como peligroso y audaz. El paso a la otra orilla desapareció con los represamientos del Duero pero abajo queda un pequeño y solitario embarcadero. Desde San Mamede las señales del GR. acercan hasta el arroyo de Fenoya, con varios molinos a su vera. Sin llegar a cruzarlo, unos metros antes, en dirección noroeste arranca la senda que lleva hasta la orilla y que, en lugar de mercaderías prohibidas lo que ofrece es una visión pasmosa de las paredes lisas y multicolores que caen a plomo desde la plataforma en la que se apoya la Peña Redonda. Son los Costales del Paraíso. Y su nombre lo dice todo.

 

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EN MARCHA. Hasta Villardiegua de la Ribera puede llegarse desde Zamora por la N-122 hacia Alcañices. Antes de Fonfría aparece la ZA-321 hacia Pino. Desde esta carretera el desvío hacia Villardiegua se localiza después de alcanzar la localidad de Villadepera.

EL PASEO. Entre Villardiegua y el castro del San Mamede median unos 5 kilómetros siguiendo el curso del arroyo del Pontón. Sin entretenimientos, esto lleva cerca de una hora. Para la bajada por el arroyo del Pontón a visitar los molinos habría que añadir unos 45 minutos. Y si se baja al Paso de las Estacas otra hora más. Hasta el castro de San Mamede puede hacerse con niños. El resto exige costumbre de andar por montaña. Y mucha agua para beber.

INFORMACIÓN. Ayuntamiento de Villardiegua, tel. 980 61 80 30. Casa del Parque, Convento de San Francisco de Fermoselle, tel. 980 61 33 84.

DORMIR. Tel. de información institucional: 902 20 30 30.